sábado, 18 de julio de 2015

Heydrich o la perfección del mal civilizado





Un gordo al que le gusta vestir uniformes militares algo estrafalarios, un flaco cojo que no calla, un tipo con gafas y cierta pinta de intrigante roedor, y al frente, un enclenque histriónico con tendencia a caer en el trance que proporciona la iluminación, la simple paranoia o los ataques de ira. Que esta banda no parara de aburrirte con conceptos como misión histórica y espacio vital para el desarrollo de un raza elegida, la suya, destinada a un fin superior, no deja de ser chocante.

Viendo hoy los discursos de Hitler, la primera reacción podría ser el estupor, la siguiente el descojono, carne de buenas parodias (no digamos nada del descacharrante estilo Mussolini). Sin embargo, a estos tipos no los corrieron a gorrazos, sino que se le hizo caso, se les tomó en serio y se les siguió hasta el mismísimo abismo, hasta la destrucción de Europa entera. 

Pero hete aquí, ya enlazando con el artículo anterior del blog sobre Eichmann, un nazi como Dios manda: Reinhard Heydrich,  el protagonista del otro libro al que me refería, “HHhH”, un tipo con buena planta, serio en su “trabajo”, inteligente, seguro  de sí mismo hasta una arrogancia que le costará la vida y, sobre todo, despiadado. 


El libro de Laurent Binet es una peculiar novela histórica, el género que más leía cuando era chaval y que hoy, salvo maravillosas excepciones, suelo evitar. Las razones de mis cautelas las proporciona el autor a lo largo del libro, que aparece como tal, como autor, para describirnos sus motivos para acometer el proyecto, sus dudas al encarar y contarnos cada episodio, pasando por la meticulosa investigación. Soy de la opinión de que, publicándose tanta novela histórica en la actualidad, por fuerza la mayoría debe ser mala, no por  ningún elaborado argumento, sino porque el talento humano es el que es y no damos para más. El atractivo natural de otras épocas y personajes necesariamente ha de chocar con tratamientos poco rigurosos o demasiado temerarios para transmitir la mentalidad de otra época, dejando aparte el tema de que se sepa escribir. Escrúpulos que atormentan a Binet y que comparte con nosotros a cada paso, hasta sobre detalles que parecerían nimios, pero sobre los que no puede estar completamente seguro o cuando toca poner voz a algún personaje real. Escribe: “Inventar un personaje para comprender unos hechos históricos es como falsificar las pruebas”. El resultado final, para mí, es brillante. El libro es entretenidísimo, como uno de aventuras, además de estar lleno de referencias estrictamente históricas, muy interesantes para el curioso.

Laurent Binet nos cuenta como el libro, cuyo planteamiento inicial fue querer contar la aventura de los paracaidistas checoslovacos Josef Gabcik y Jan Kubis, encargados del atentado que conduciría a la muerte de Heydrich,  de  final tremendamente cinematográfico en las calles de Praga, fue derivando en el libro de Heydrich, el número dos de las SS, el que se fue apropiando de la aventura.  Y es que Heydrich es un personaje fascinante, como solo lo pueden ser los más famosos malvados de la literatura y el cine.

Una de las razones por las que el tema de la Segunda Guerra Mundial,  con sus causas y consecuencias, no pierde vigencia a pesar de haber transcurrido tantos años, es la irresoluble reflexión sobre como un pueblo extremadamente culto y civilizado como el alemán, pudo lanzarse a tamaña orgía de sangre y fuego, lo que da pie a dudar si la cultura y la educación constituye esa salvaguarda eficaz frente a la barbarie que suponemos.

Por ejemplo, en toda Europa central el papel de la música en la educación es mucho más importante que en estas tierras, se la considera un elemento esencial en la formación humana. Tomemos a Heydrich, culto, buen deportista que también toca el violín y apasionado melómano. Leamos a Heydrich en la presentación que escribe para el festival de música que se celebra en Praga una noche antes de su atentado, en mayo de 1942, y en el que incluso se tocará una composición de su padre, donde dejando de lado la clásica verborrea fascista, me interesa el gran amor por la música que subyace: “La música es el lenguaje creativo de los que son artistas y melómanos, el medio de expresión de su vida interior. En los tiempos difíciles, aporta el alivio a quien la escucha y lo anima en los tiempos de grandeza y de combate. Pero la música es, por encima de todo, la mayor expresión de la producción cultural de la raza alemana. En este sentido, el festival de música de Praga es un contribución a la excelencia del presente, concebido como el fundamento de una vida musical vigorosa en esta región situada en el corazón del Reich por todos los años venideros”. 

El atentado fue una operación suicida que se podría decir casi acabó en fracaso, pero que, por caminos extraños, el de una  infección probablemente causada por el relleno de los asientos del mercedes descapotable en el que atravesaba las calles de Praga a toda velocidad y sin escolta, consiguió su objetivo, matar el tirano, al verdugo de Praga. Días después, tuvo en Berlín  una despedida  a la altura del prestigio  que el régimen concedía al personaje, los clásicos fastos  que entusiasman a cualquier régimen totalitario cuando se trata de colocar un nuevo dios en su panteón.

Pero la historia, la del libro, no acaba aquí, sino que sigue con las terribles represalias por la muerte de Heydrich, con un nombre de ciudad, Lidice, literalmente borrado del mapa, y continúa hasta que los soldados autores de la muerte de Heydrich, previa traición de un compañero, son acorralados y como se les exige, como en una película, se comportan como héroes, reservando su última bala para ellos mismos.

En el libro de Eichmann olvidé una comentario sobre una cuestión, que ahora me parece un buen cierre para ambos artículos. En los juicios posteriores a la guerra se acuñó un concepto, el de “emigración interior”, según el cual, muchos de los directamente implicados en los actos criminales del régimen nazi, en realidad no estaban de acuerdo con lo que hacían, interiormente se rebelaban contra ello, contra ellos mismos, pero cumplían con el deber que se les exigía.

Hace unas semanas leí una referencia a los diarios de Etty Hillesum, una judía holandesa que, por solidaridad, decidió ir voluntariamente  a Auschwitz, donde pereció poco después. Ella habla de otra idea, “resistencia interior”, para tratar de aislarse y vivir alejándose del loco horror que los rodea. 

Estos dos desdoblamientos inventados, estas dos ficciones que sirvieron a unos para matar y a otros para sobrevivir, jamás podrán colocarse en la misma balanza. Hablando de héroes, uno de los temas que también sobrevuela el libro de Hannah Arendt es el de por qué hubo tan pocos alemanes que resistieran o se rebelaran.  Sirvan estas últimas líneas como homenaje a  esos pocos, entre los que se encontraban los hermanos Scholl o el sargento de la Wehrmacht Anton Schmid. No os diré quiénes son porque si alguien escribe sus nombres en el buscador, será una forma de reconocer su gran valor, de reivindicar su espíritu, de mantenerlos vivos.

Vale.

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